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jueves, 11 de enero de 2018

Entre las lagañas brumosas percibí un sueño.

Moco calcificado,
que palabra mas preciosa y abundante, inspira a quien la oye a mirar al suelo en busca de colillas decentes para fumar. Sobre esas baldosas humilladas a veces el reflejo inoportuno del sol obliga al observante a levantar la cabeza falta de voluntariedad. y es que la ciudad es así, embaldosada, embalsamada, enredada y momificada con coberturas humanas. Ay lagañas! Ay lagañas! y de haberlas las hay, con piernas mirando desde un balcón y escupiendo ordinarias a los inocentes transeúntes que despistados miran el suelo en busca de un agujero lo bastante profundo como para que les cambie de realidad. Tal vez a otra dimensión, tal vez no, eso es muy subjetivo y cada cual con lo suyo.
 Ayer, antes de ayer o hace 6 meses, no soy capaz de precisarlo debido al desfase espacio temporal en el que vivo, entré en un supermercado en busca de alimentos y papel higiénico. La potente luz que allí dentro imperaba me lastimo los ojos, una luz excesivamente blanca y brillante, me dejó un minuto enceguecido y cuando volvió la visión a mi, es decir, a su tediosa naturalidad, me encontré con una escena post apocaliptica propia de una película de zombis o catástrofes nucleares. En el pasillo de los productos para el desayuno no había café, único elemento imprescindible para el correcto funcionamiento de mi organismo, no era una situación común, así que me enfurecí y casi le pego a una caja de cereales con sabor a miel. Me detuve a tiempo ya que una señora se me quedó mirando y me sentí avergonzado de mi momentáneo arrebato. Fue entonces cuando un niño pequeño, de no mas de un metro de alto (o un enano muy joven, empiezo a necesitar gafas) me cogió el dedo indice de la mano izquierda y empezó a tirar de el, primero suave, luego con mas fuerza y después me mordió. Gracias al accionar de sus diente sobre mi piel se abrió una herida que comenzó a emanar, profusa, sangre. Como no soy mucho de relacionarme con niños (o enanos) no supe como reaccionar durante un segundo, luego hice lo que consideré correcto
- ¡Hijo de puta! - le grité y le dí una patada en el pecho que lo mandó a volar unos 3 metros. Mientras tanto la señora me miraba, no dijo nada, de echo, la señora parecía hecha de cartón, ahí, parada delante de las mermeladas y las magdalenas. Su mirada se desvió hacia el suelo, fija sobre las gotas de sangre que destacaban sobre las pulcras y antisépticas baldosas blancas. Se puso a gruñir algo que al principio no entendí del todo, luego el gruñido se hizo mas alto hasta convertirse en un desgarrador alarido.
- Sangre! dame tu sangre! déjame probar tu sangre! - caminaba lentamente hacia mi, parecía tener dificultades para mover las piernas. Giré la cabeza en diferentes direcciones para comprobar si alguien me había visto pegarle a un niño (o enano, ya te digo, no lo sé con exactitud, aunque pegarle a un enano es totalmente diferente y se rige por otra moralidad). La poca gente que logré identificar como tal, no se movía, no sé si estaban así desde el principio o solo ahora, hipnotizados por la situación. Entonces empezaron a zumbar como moscas, el ruido aumentaba, cada vez mas fuerte hasta que se hizo insoportable, les sentía vibrar dentro de mi cabeza, las estanterías temblaban y algunos artículos caían al suelo desparramando su contenido en todas direcciones. La señora estaba mas cerca, me asustó ver que sus ojos eran completamente blancos.
Entonces explotó. No sé si algunos de vosotros a visto a alguien explotar alguna vez, no es tan impresionante como suena, la señora por ejemplo lo hizo como lo haría un globo pinchado por una aguja, estaba llena de aire y su piel, hecha jirones irreconocibles, cayó al suelo como un trapo de cocina viejo y manchado. Se me encendió una alerta en la cabeza y salí corriendo de allí. La cajera al verme pasar gritó algo.
 - que te den zombi vampirico relleno de aire!- alcancé a gritarle. Una vez fuera y bien lejos del supermercado me detuve. Todo parecía normal, los coches se lanzaban agudos improperios, la gente caminaba mirando el suelo y los semáforos cambiaban de color. Entonces me fijé que tenía bien aferrado un paquete de café, no recuerdo haberlo cogido, estoy seguro de que no quedaba cuando fui a buscarlo. No sé si todo habrá sido un sueño, una alucinación o el efecto de dejar de fumar. Pero la herida del meñique estaba allí, profunda y punzante.
Empezaré a comprar en el negocio local.

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